Colombia murió en el momento en que la violencia se convirtió en una espiral de sangre y las noticias de masacres se volvieron tan frecuentes que ya no causan repudio en la sociedad.
Murió cuando nos acostumbramos a vivir en la cultura de la picardía, de andar en la jugada, de no devolver las vueltas.
Murió cuando los niños optaron por disfrazarse de traquetos y las niñas mostraron más interés en ahorrar para un par de implantes mamarios que para pagar el semestre de la universidad.
Murió cuando las portadas de los periódicos se inundaron con el asesinato de madres a manos de sus hijos, por un pedazo de tierra o con el amarillismo al mostrar en sus portadas el rapto de un menor estando aún en el vientre de su madre.
La moral social se derrumbó al convertir a los villanos en héroes y a los héroes en villanos; sacando a criminales de las cárceles sin que hayan pagado sus crímenes, sin el perdón de la sociedad y sin que ellos hayan extirpado de su mente la semilla de la destrucción.
Nuestra manera de ver las cosas ha cambiado. Los discursos de odio utilizando palabras ridículas por parte de políticos populistas, lograron aprovechar las brechas sociales; enfrentando al rico contra el pobre, al blanco contra el negro y a la ciudad contra el campo.
Es triste que este discurso haya ganado espacio en la juventud, donde algunos ven la vida influída por la corriente fácil, incendiando las calles porque creen que el Estado les debe algo.
La intolerancia es el pan diario de los colombianos: Queremos que se nos respete, sin respetar a los demás. Criticamos a la policía por violenta y en nuestra protesta les lanzamos botellas de vidrio con gasolina y ácido para destruirles la piel. Criticamos la corrupción, pero, nos colamos en Transmilenio. Deseamos tener un país en paz y no nos damos cuenta que tenemos la solución en las manos.
Tal vez los monstruos en Colombia sí existan y nos merezcamos tener un Garavito, un Pablo Escobar y estar inundados de coca. Tal vez por algo llamado karma es que tenemos a estos representantes, senadores y presidentes que han desangrado al país y han estado en el lado oscuro de la ley con un pasamontañas en el monte.
No estoy afirmando que Colombia viviera en un paraíso, la salud de nuestro país siempre ha requerido una atención especial. Nuestra economía, aunque maltrecha, ha salido a flote. Sin embargo, hasta que no cambiemos nuestra manera de actuar y pensar, continuaremos figurando en la lista de los países más violentos y corruptos del mundo.
Si queremos construir un país mejor, tenemos que analizar nuestros actos para saber si estamos ayudando a construirlo o si por el contrario, somos parte de la enfermedad. Las nuevas leyes no servirán de nada si no se fortalece la familia.
Por eso, le pido que por lo menos hoy, no ignore al anciano que está de pie mientras usted se hace el dormido, sea agradecido con la vida, pida disculpas si empuja a alguien por accidente, salude a la señora de los tintos y llame a su madre para decirle cuánto la quiere.
Colombia necesita un cambio de mentalidad. Cada uno de nosotros puede empezar a influir en su círculo más cercano, en nuestros amigos, compañeros de trabajo y vecinos.
Si todos los colombianos pensaran como usted, imagínese lo que pasaría. Sin duda, con nuestros recursos naturales y el característico impulso de esta raza criolla siempre «echada p´alante«, podríamos aspirar a tener el país que todos soñamos.