Querámoslo o no, si nos sentamos en una cafetería, escucharemos fragmentos de conversaciones ajenas. Asuntos como rupturas amorosas o anécdotas de un ambiente laboral horrible, forman parte del menú. Sin embargo, hay un tema del que cuando se habla, la gente no baja la voz. Es más, parecería que quieren ser escuchados por los de la mesa del lado: los negocios.
Debido a una suerte de fanfarronería que existe desde hace mucho tiempo y que parece ser más común entre los hombres que en las mujeres, la gente habla casi a los gritos en lugares públicos acerca de transacciones de varios millones de pesos. —“yo le mando esa plata, eso son solo cinco milloncitos”— dicen algunos de viva voz, mientras otros cantan en do mayor —“listo, apenas me consignes los 7 palos yo te aviso”—.
Pero el fenómeno que realmente llama mi atención es que a donde quiera que vaya la gente, sobre todo los jóvenes, hablan de mil y un formas nuevas de conseguir dinero. En muchas ocasiones se congregan alrededor de una especie de gurú de nuestros días, cuya indumentaria lo delata, ya saben, pantalones ajustados y a los tobillos, barba perfecta, reloj como el de una catedral y un infaltable blazer color pastel. Se trata del tipo de individuo que publica una foto en una playa por las redes sociales al lado de frases del tipo: «hoy es el primer día del resto de mi vida».
Dentro de las nuevas varitas mágicas de la rentabilidad encontramos las criptomonedas, el trading o la compra de acciones. Puede que para el lector de cierta edad algunos de estos términos parezcan confusos. Baste decir, que en todos los casos se trata de operaciones de especulación. El furor por estas actividades es nuevo, pero el principio que las rige no: «quien tome mayores riesgos obtendrá un margen de ganancia mayor en un menor plazo».
Ahora bien, ese mayor riesgo requiere desarrollar un tipo de pericia y emular a pequeña escala, a los agentes de bolsa de los ochentas y noventas que Leonardo DiCaprio representaría mejor que nadie en la película de Scorsese (un nuevo clásico a mi parecer) el lobo de Wall Street, basada en la vida de Jordan Belfort, especulador sin escrúpulos, hedonista a más no poder, quien pagó cuatro años de prisión por estafa y blanqueo de capitales, que en la actualidad es un reconocido orador motivacional y que se ha convertido en un referente para todos aquellos que navegan por las aguas de lo que, si me permiten, quisiera llamar el mundo de la micro especulación.
Hoy, por cada dólar de producción anual de bienes y servicios hay al menos 10 de activos especulativos (Suárez A, 2021). Como la macroeconomía es la que define en buena medida la microeconomía, contrario a lo que señalan la mayoría de libros de texto (esto lo abordaré en otro artículo), muchos ciudadanos del común han adoptado para sí prácticas que antes solo llevaban a cabo grandes organizaciones financieras.
Este no solo es un hecho económico, también repercute sobre la cultura y los valores de una sociedad. En otras palabras, la actividad a la que nos dedicamos moldea el modo en el que vemos el mundo, o dicho en términos de Marx, el ser social es el que define al ser individual. Al respecto, Stiglitz en el libro Capitalismo progresista, cita un par de estudios publicados en la revista Nature, en la que se concluye que los banqueros tienden a actuar de forma más egoísta en situaciones cotidianas.
Entonces, esa personalidad voraz y especulativa de las compañías que, dada la naturaleza de su actividad, priorizan obtener renta (en términos de Stiglitz comerse un pedazo cada vez más grande de la torta) que a generar riqueza para la sociedad (aumentar el tamaño del pastel) son emuladas por muchos ciudadanos que hoy no sueñan con fundar una empresa que genere empleos y por ende ayude al desarrollo del país, sino en lucrarse a partir de su habilidad (y suerte) individual en cualquiera de las actividades que hemos señalado.
No debería así.