Hemos llegado a la culminación de una cuarta temporada que rompió presupuestos, récords y las corazas de todos, fue directo al corazón. En pocos días se completan exactamente 6 años del lanzamiento de su primer capítulo. Algunos afirman que esta serie representa un nuevo testamento de los productos del streaming tal como lo conocemos y, muchos otros, consideran que revitalizó toda la estética ochentera abriendo paso a una nueva ola de producciones similares.

Si deseas saber qué puede andar mal con esta serie, ya que el clamor es unánime (“es un monumento ya glorificado de generaciones pasadas y de la nuestra”) no dejes de leer hasta el final. No vaya a ser que Vecna te sorprenda en un mal sueño y te vayas molesto con nosotros sin leer lo bueno, muy bueno, que tenemos que refrendar de la serie.

Vayamos al punto. Lo primero que puede andar mal con Stranger Things es ese ubicuo y recalcitrante complejo americano del yes we can, casi mantra neoliberal de la autoexplotación, esto es, solo bastándonos de la fuerza de voluntad todo es posible: muy correspondiente a esa edad de la inocencia ochentera que, a tiro de pájaro de un intercambio nuclear, revisaba cada situación de la vida con el catalejo de la esperanza melodramática, sin olvidar dosis industriosas de trabajo en equipo.

Y para refrendar esto basta con visitar el gran catálogo de cine y de series de los 80s donde se nos ofrece sin pudor docenas de personajes que salen airosos a todo trance, apelando solo a su voluntad y a su “actitud mental positiva”, desde luego, no se puede pedir más al imaginario de una nación hiperindustrializada, madre patria de los padres de la superación personal, Norman Vincent Peal y Dale Carnegie.

Sin embargo, a despecho de lo descrito anteriormente, los hermanos Matt y Ross Duffer se tiraron una jugada magistral, justo cuando el buen Bob Newby, caracterizado por otro ícono ochentero, Sean Astin, un tipo más bueno que el pan, le ofrece a Wiil Byers la salida más simplona, dulce y optimista posible para enfrentarse a un demonio de otra dimensión ¿recuerdan el resultado? Bueno, démosle crédito, Bob era un tipazo, la cosa más candorosa del mundo y apenas si se entera en la recta final de la segunda temporada de que el mundo está en peligro. Quedó allí claro algo: a los monstruos les importa un reverendo pepino tu actitud positiva. Esta es una factible apuesta de los hermanos Duffer, mantener la premisa de esperanza ochentera sin llegar a abusos insostenibles para la lógica interna del texto. Y a su vez, sembrar el terror y la desesperanza en dosis tolerables.  

Con todo, fallan en algunos momentos, deliberadamente o no, porque esa atmósfera de optimismo y de emprendimiento “yo lo resuelvo a pesar de que soy un niño”, se vuelve monotemática cuando gran número de personajes se alinean con la filosofía del Escuadrón Antimonstruos, y esto puede, por momentos, restar verosimilitud al relato, o privar de valiosos antagonismos ―antagonismos más solventes solo a partir de la cuarta temporada—, cuando, al parecer, casi todo Hawkins se empieza a enterar de las situaciones paranormales y decide enfrentar problemas cósmicos con herramientas domésticas. De plano, y por efecto de los demiurgos, las soluciones funcionan, si no funcionan pues no hay fenómeno de masas llamado Stranger Things.

Ahora, ¿cómo dos jovencitos adultos con traje de marinero, un adolescente y una chiqui irritante se pueden infiltrar en una base soviética? Con el poder de la imaginación. Y llegando a un acuerdo con el espectador que funciona de la siguiente manera: “Mira, mi hermano, desde los primeros minutos te ofrecimos una declaración de principios: esta es una serie en donde unos chiquillos se enfrentarán a inenarrables y cruentas vicisitudes, y saldrán victoriosos, desde luego, auxiliados por una chiquilla con capacidades psiónicas, un sheriff de casi dos metros que es un excelente camorrista y una Wynona Ryder desangelada pero brillante entre la paranoia y la lucidez. Luego, verás cómo se despachan a criaturas que podrían comerse vivos a todo un pelotón de boinas verdes… y de allí a la infiltración en una base soviética, pues es juego de niños, que se venga lo que se venga ¿comprendes?

Sin embargo, ese amparo ficcional al que se someten los hermanos no los exculpa de serios fallos narrativos. La apuesta de hacer verosímil lo inverosímil, hace aguas cuando hay descuidos puntuales que, en cualquier guion narrativo, deberían de estar bien custodiados. Cosas como estructuras narrativas recicladas, a saber: Eleven es por antonomasia un Deux Ex Machina, el Séptimo de Caballería;  hay monstruos mutantes devorando personas en un pequeño pueblo y ¿nadie se entera salvo la pandilla?; tenemos a un sheriff que  nunca está en su puesto de trabajo (parece Homero Simpson recibiendo paga de la central nuclear mientras vive alocadas aventuras); rusos construyendo bases super secretas debajo de un centro comercial (¿en serio nadie vio el impresionante movimiento?);  una base secreta más, pero en un desierto, a la cual puedes acceder por una puertita a la vista de cualquier amante del trekking y el campin; y nuestra favorita: no se necesitaba ser un genio, o decodificar dibujos oníricos para saber dónde encontrar al villano de la cuarta temporada ¿de acuerdo?

Sí, sí. Alguien tendrá una benévola explicación para cada caso puntual mencionado. Con todo lo maravilloso, no se exculpan. Hasta las series más fantásticas se deben un poco al rubor, la discreción y el buen uso de elementos narrativos.

En ficción se te conceden licencias, especialmente en géneros fantásticos o sc-ifi y sus vertientes, sin embargo, abusar de dichas licencias termina por marear al marinero. Vicios de forma, los hermanos lo saben, pero deben contar una historia, una historia que deje millones de dólares y reviente el corazón de nostalgia, por lo tanto, se suben al bus de la victoria: este autobús funciona con mecanismos preestablecidos, fórmulas ya ni secretas, que permiten mantener al espectador a la “espera”, sentado en un su sillín, así deban hacer antesala un par de años más.

Y aun así… lo que está mal con Stranger Things es realmente poco. Si tomas toda la exquisita composición técnica y actoral, los días de diversión y sagrado entretenimiento que te ofrece, sin olvidar que asimismo nos ofrenda poderosas reflexiones y un puente directo a la década más recordada de la historia  como nunca se ha visto, lo malo de Stranger Things se constituye en unos  ralos hierbajos mutantes que apenas si empobrecen la pintura de un mágico panorama, viaje iniciático además, relato con subtextos que todos queremos visitar y revisitar: el primer amor, el paso de la infancia a la pubertad, las coyunturas de la vida adulta, la vida y sus pérdidas.

Entonces… ¿Qué está tan maravillosamente bien con Stranger Things?

Lo de juego de niños no es cuento maravilloso, el juego aquí es fundamental; no por nada Calabozos y dragones es un metarrelato sobre el que pivotea la historia: casi que cada solución que plantea la pandilla a sus problemas parte de un juego, ¿recuerdan?

Y precisamente ahí está la clave: Stranger Things triunfa porque derrota a la lógica adulta, desmantela el sistema de creencias de la llamada madurez y nos dice que solo bajo la óptica de niños y adolescentes podemos hacer cosas como infiltrarnos en una base secreta. Cosas que un rambo gordo no podría hacer. Nos aferramos a eso, y surfeamos de nuevo en las crespas y blancas olas de la infancia. Volvemos para creer que un grupo de desadaptados, outcats imberbes, pueden desafiar la lógica de las soluciones adultas. Mike y los Goonies encontraron el tesoro del Pirata Billy El Tuerto desafiando al establecimiento, ahora nuestro grupo, con otro Mikey a bordo, se enfrenta al fin de nuestra historia conocida.

En otras palabras, Stranger Things no inventa la rueda, pero sí echa mano de todos los elementos harto socorridos de los cuentos maravillosos o, alguno dirá que son homenajes a Spielberg y George Lucas. Pero la cosa no es tan sencilla, los modelos narrativos de películas como Poltergeists, Goonies y Star Wars están allí en niveles de lenguaje denotativo y connotativo, pero también adhieren al horror cósmico lovercraftiano o a las espeluznantes premisas de Clive Barker en Hellraiser. Esa materia se cohesiona además con lo más cruento de Wes Craven o George Romero, no estrictamente para niños, y así tienes una bomba que retumbará por décadas.

De manera que nos creemos el cuento porque, entre otras cosas, hacemos parte de esa generación que vio volar un extraterrestre a buen recaudo de una canasta sobre la cabrilla de una bicicleta. Sorprende, aún más, que despierte la imaginación de los menos aventajados en años, la prole del mundo digital. Eso ya es un triunfo de la imaginación. Seguramente porque esa susodicha imaginación en Stranger Things no es abusiva ni invasiva por más que nos detengamos a revisar sus fallos, la imaginación es parte intrínseca de su naturaleza.

La mirabilia, el sentido de lo maravilloso, aún pervive en Stranger Things como también habita en el corazón de coleccionistas, de duelistas de Dungeon and Dragons o de nostálgicos de los ochenta. El sentido del asombro, como asimismo la capacidad de incorporar y hacer suyo lo maravilloso y fantástico de inmediato, es común en la mente de los niños que van creciendo y que no quieren ceder a la instrumentalización que les exige ocupar a futuro un cubículo en una megacorporación; Stranger Things, de igual forma, de manera directa o solapada, incita a creer en magos y dragones, monstruos y hadas psiónicas, pero esencialmente invita a creer en que las gestas más imposibles son posibles cuando vuelves a los lugares, la música, los juegos y los amigos que te hicieron feliz.  

Algo puede estar mal con Stranger Things, de seguro ya esbozamos algunas de esas flaquezas, pero francamente a la altura de estas líneas, y con lo jodido que ha estado el mundo en los últimos años, ya no importa. Lo que está mal es que te pierdas de la posibilidad de volver a ser ese niño… un niño en los 80s.

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Pablo Valencia

Amante a rabiar del cine, el jazz, la literatura y de las horas interminables frente a una hoja en blanco y algún artificio de escritura. A la sazón, fuera de su oficio docente, se dedica a la escritura creativa y la ilustración. Además, es fundador del ya premiado proyecto educativo Mickey Mono Power.

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