Oscar Wilde dijo que los dioses nos castigan cuando responden nuestras plegarias, otro amigo vincula ese aserto a los griegos (motivo demás de la tragedia griega); de suerte, nosotros fuimos castigados al pedir películas de terror inteligentes; nos dieron una con tinte intelectual, pero con nadita de terror. Toma.
El teléfono del señor Harrigan no suena a terror, no da ni pizca de miedo si eso es lo que buscas para estos días. Nos la sirven como una peli de terror, sí, pero es otro de esos melodramas infumables de Stephen King. Hay que decirlo, Stephen King tiene buena vena para el terror, con todo, su prolífica carrera está asimismo plagada de bodrios. Y no es que esté tan mal, sino que la película hubiera funcionado como cualquier otra cosa menos como una del género de los escalofríos.
Los que mordimos el anzuelo lo hicimos porque Netflix nos la ofreció como una película de terror basada en un libro, y siendo novedad, y siendo Halloween, y estando en casa a tiro de pájaro para preparar palomitas, eso ya de por sí es bastante tentador. La cosa empieza con buen tono: partimos con un flashforward, en él se nos advierte en menos de tres minutos que vienen muchos muertos. Allí había una promesa. Un narrador en primera persona, homodiegético, es decir, que participa de los eventos y que aparentemente lo sabe todo, pero solo hasta cierto punto, es quien tutela el hilo conductor de la llamada.
La llamada a distancia nos la cobran desde Harlow, Maine, Nueva Inglaterra, un pueblo típico de película de terror; allí no hay nada para hacer, pero ocurren cosas. Un lugar común de King. Así tenemos un pueblo que presta atmósfera para el cuento, un chico huérfano carne de cañón de los matoneadores, y un anciano tapado en plata que se engancha con el pelao al verlo leer en limpio y claro inglés pasajes de la Biblia en la escuela dominical. De manera que nuestro protagonista es contratado por el McPato del pueblo que, como buen Borges, gran lector y a punto de quedarse ciego, necesita de un lazarillo de las letras.
La introducción confesional del muchacho (Craig) es interesante y el lenguaje no verbal de Mr. Harrigan, interpretado por un siempre diabólico Donald Sutherland, son bastante inquietantes y seductores como para seguir en línea, por lo menos, los primeros 15 minutos.
Pero en muy poco tiempo dan ganas de colgar y mandar al cuerno la película. Si no lo hacemos es por la promesa, y por la joven promesa Jaeden Martell ―a quien ya vimos en la nueva entrega de It—, quien cumple muy bien su papel en el cliché del personaje que carga con un trauma y que por ende cumple con el prerrequisito para entrar en el club del horror (enésimo lugar común de King: adolescentes traumados que enfrentan horrores cósmicos).
Y pare de contar… porque en lo sucesivo nos la veremos con más de dos horas con un tono reflexivo que te hacen preguntar si en verdad sucederá algo traído de los pelos. Y es que llegados a más de la hora del metraje no ha ocurrido nada cruento; ¿no que se venía un carnaval de sangre?, sin embargo, un lector paciente (aquí el rollo de la literatura no es decoración) disfrutará de las diversas referencias literarias y culturales, esto es, los libros que el señor Harrison le pide leer al muchacho y los juicios que hace sobre los mismos, o bien, las reflexiones sobre la Internet y su desmedido uso en nuestra vida diaria.
Es legítimo asumir que tal argamasa pasa por snobismo (soy intelectual, muy inteligente, diría Homero Simpson) pero , y como ya lo hemos mencionado, tales subtextos o correlatos deben asumirse como parte esencial e integral del relato, es decir, si nos cuentan que un viejito cagado en plata hace una siniestra reflexión sobre el uso de la Internet, que de paso deja de leer sus clásicos para cacharrear un pequeño celular del cual recientemente se ve en posesión, de paso arruinando la relación tierna e intelectual que tenía con este chaval cargado de traumas, pues hombre, allí hay gato encerrado, y ese gato estimamos que se llama Plutón. Así que con esa promesa aguantamos que nos tiren esas reflexiones, interesantes, pero incruentas; y eso esperamos con ganas hasta los últimos veinte minutos… pero nada, ni siquiera un descarado y calzado a la fuerza plot-twist. La carne no se puso de gallina.
Si deseas ir a verla, conviene señalarte dos cosas: como película es abusiva con el tiempo del espectador, y es un melodrama de muchas reflexiones y nostalgias que intenta vendernos terror. Si no se apuran los de Netflix, van terminar diciendo que la cinta de John Lee Hancock es un Death Note con licencias norteamericanas y bastante paternalista, y sin nada de lo bueno de Death Note. Ni la sombra de un shinigami se dejó ver por ahí.